domingo, 1 de abril de 2007

Enero seis

Acapulco, Gro. 8:30 p.m. Llegó la hora. Dicen por ahí que no hay plazo que no se cumpla y el mío había arribado. Una última llamada a casa para decir que todo iba bien y abandoné el hotel. Sobre la Costera Miguel Alemán iniciaba apenas el bullicio nocturno. Un cálido viento me abrazó. Caminé tranquila, al fin no había prisa y mi objetivo era muy claro. Entré al lugar, y frente al mostrador, comencé a sentir más calor de lo habitual. Sin duda la caminata, aunque pausada, aceleró mi temperatura...

8:45 p.m. El trámite fue sencillo: pagar y firmar una hoja en la que deslindaba de cualquier responsabilidad, en caso de accidente, a los dueños del sitio. Acto seguido: subirme a una báscula para determinar, de acuerdo a mi peso, el tipo de cuerdas que garantizarían mi seguridad. Finalmente, esperar en la línea para abordar el elevador...

8:55 p.m. Comencé a subir... 5, 10, 15 metros –Esto no se cae, ¿verdad? pregunté al que me acompañaba. –No, para nada, es muy seguro- contestó aquél. 25, 30 metros – ¿Y porqué va tan lento? ¿Así es siempre? – le cuestioné – Es que le hace falta mantenimiento, hace mucho que no se lo dan – me informó. – ¡Ah caray!, es bueno saberlo... precisamente ahora que 45 metros de altura me separan del asfalto, pensé.

9:10 p.m. Por fin alcanzamos los 50 metros. Arriba era una fiesta. Música a todo volumen y cuatro jóvenes – muy amigables, debo decir- empezaron su labor. Verificaron mi peso, eligieron la cuerda, colocaron en mi cintura un soporte de plástico y me ataron fuertemente los pies, permitiendo un poco de movilidad para desplazarme a la orilla de la plataforma...




9:16 p.m. -No mires para abajo – me sugirió uno de los chicos y luego me indicó que contaría regresivamente de cinco a cero para que saltara. - Pero ¿cómo?- dije con la voz ya quebrada por los nervios.- ¿Ves allá enfrente? - señaló el mar– Contesté que sí. – Pues has de cuenta que quieres llegar hasta allá-... ¿Lista? No, no, todavía no – supliqué...

9:18 p.m. -Ahora sí, ¿lista? – escuché por detrás. Respiré profundo, ¡muy profundo! y dije sí. Cinco, cuatro, tres, dos, uno, cerooo... Viendo hacia el mar, salté y de inmediato cerré los ojos. La fuerza de gravedad hacía su trabajo, mi cuerpo caía a gran velocidad. Dejé de escuchar la música, todo era silencio. La sensación de libertad fue incomparable. Pasaron tan sólo unos segundos cuando sentí el primer estirón de lo que me sujetaba. Fue ahí cuando reaccioné y emití un grito colosal. Catarsis total. Abrí los ojos y escuché las risas de los espectadores que notaron mi reacción tardía. Ahí estaba yo, en el aire... bailoteando como muñeca de trapo. Entre tanto movimiento, lo único que alcancé a distinguir fueron las luces de los anuncios, nada tenía forma. Abajo: risas, aplausos, ruido...



9:20 p.m. Cuando el vaivén se hizo más suave, lanzaron una cuerda para atraerme hacia el colchón que hace de pista de aterrizaje. La aventura había llegado a su fin. Recostada, mientras me quitaban las protecciones, miré hacia arriba - ¡Qué alto es! - reconocí - y qué loca estoy- concluí...

Dos meses después, repetí la hazaña; la sensación fue diferente. A un año de distancia, quizá lo vuelva a hacer. O quizá no... Tal vez sea mejor seguir conservando el recuerdo de cuando me arrojé al vacío un seis de enero.

1 comentario:

Oscar Barragán dijo...

Definitivamente una experiencia inigualable. La velocidad, el pánico natural al descenso libre y sobre todo, el día de tu cumple, son los mejores ingredientes para semejante lance. En diciembre, como sabes, estuve en acapulco, y vi como se lanzaban desde el mismo punto que tú. Ahora me pregunto si habrán sentido lo mismo. Me gustaría hacerlo, pero no puedo. Primero tengo que arreglar mi espalda. Tal vez un 12 de febrero.